viernes, 19 de junio de 2015

La Gourmandise en Lisboa Patisserie (Londres)

Descubrí la Patisserie Lisboa en mi primera visita a Londres. Caminaba ya cansado por Portobello Road (en un día tan concurrido como los son allí los sábados) y descubrí hacia el final de esa vía una calle en la que el mercado de verduras y cosas viejas proseguía, esta vez con un tinte más étnico. Cafeterías y negocios marroquíes, excelentes pescaderías y también la dichosa Patisserie relajaban sobre Golborne Road como un buen condimento a la ajetreada y más famosa Portobello. 
En la puerta del café -pues la Patisserie es principalmente un café- fui atraído de inmediato por los bien rellenos pasteles de natilla. No les debo mentir, me supieron a Cielo, como si de alguna manera aquella pastelería de las monjas portuguesas pudiera concentrar la divinidad de su claustro en esas preparaciones. 
Por supuesto que las mismas no se limitaban al clásico pastel de natilla. Probé también el sándwich de salami, la empanada de camarón y la tortita de almendras.


Cuando entré por segunda vez al Lisboa advertí que lo que yo consideraba un hallazgo había sido también el de otros, las tantas personas que hacían fila para escoger qué llevarse, qué beber o qué consumir en las mesitas de afuera o de dentro del local (siempre hay que esperar a que haya mesas libres y allí tomarlas). Todo esto me hizo comenzar a pensar acerca de qué es lo que hace a un negocio de comidas un lugar exitoso.
Iniciemos con una reflexión acerca de qué es lo que consideramos "éxito". En un restaurante o café o servicio de catering el éxito es una suma entre buena comida y buenos dividendos. Los triunfos a nivel gastronómico podemos tenerlos perfectamente en casa, pero elevar eso a un comercio, ya es otro cantar. También he ido a otros lugares cuya elegancia y profesionalismo parecían combinar estos dos factores y, sin embargo, su profesionalismo en la cocina no llegaba a hacer del boliche un sitio encantador. 
Porque quizá haya algo de "encantador" en el estilo simple del Lisboa. Me refiero a las mesas comunes, a un baño maltrecho, a la ausencia de camareros y a la variedad de gente que allí concurre. Los precios -definitivamente muy acomodados- y lo pintoresco de la Patisserie hacen que confluyan en ella elementos que juegan un rol preciso en esa magia que sólo puede sostenerse en el tiempo con una cocina de excelencia. En la definición general de profesionalismo gastronómico son esenciales la reproductibilidad (esto es, que se pueda preparar el mismo plato una y otra vez con resultados casi idénticos con un fin comercial), la presentación y la salubridad del producto. No se necesita perspicacia para comentar que la calidad no siempre acompaña al profesionalismo. 
En estas últimas décadas (al menos desde el Y2K), son muchos los gastrónomos que en su contacto con el público pueden poner el acento del profesionalismo en las hornallas y los productos y no en la cocina como fábrica (lo notamos en programas de televisión como Hell's Kitchen y Master Chef). Hay otros que, aunque no privilegian esto último, se centran en la historia de los comercios, y eso no alcanza tampoco. Esa vuelta a la calidad en la cocina, mantenida en el tiempo y con precios accesibles, es lo que me conmovió de la Patisserie Lisboa. No sé si es un lugar infaltable cuando uno viaja a Londres (sin duda lo es para mí), pero sin duda es un sitio que despierta incita a llevar la gourmandise hacia su sentido más elemental -y por ende, en su simplicidad, al que más verdad puede contener. En otras palabras, no es el reino de "lo gourmet", ni el momento de la "glotonería". Es la ocasión para el disfrute y para descubrir la esencia de la comida y de las expertas manos que la trabajan. 

Hernán Manzi Leites

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