jueves, 7 de abril de 2011

BLACK SWAN (EL CISNE NEGRO)

(Puntaje: 8)

Esta no podía faltar, ¿no es cierto? De hecho, todo amante del cine -no tan vago como quien escribe- tuvo que ver esta película de un director de peculiar resonancia. Con ello, llamar a Darren Aronofsky un director "de culto" es, no obstante, algo precipitado. Su obra breve posee, empero, una calidad y un sello inconfundibles que desde Requiem para un sueño (más que desde Pi), lo han llevado a una popularidad a veces inmerecida, pero afortunadamente más merecida que la de otros cineastas menos talentosos. Con Black Swan Aronofsky se lanza a Hollywood, con nominaciones al Oscar incluidas, y en consecuencia a un público más amplio: expone sus predilectos tópicos de la relación entre la enfermedad mental y el cuerpo (azotado prácticamente alla Cronenberg) con una claridad inusitada, pues si en The Wrestler veíamos el flagelo físico, no era tan luminosa la patología mental del protagonista, que de todas maneras encarnaba una figura más romántica que teórica, como la bailarina de El cisne negro.
La historia de este nuevo film de Aronofsky es la de la joven bailarina Nina Sayers (Natalie Portman), a quien le fue -a priori- adjudicado el papel principal de el ballet "El lago de los cisnes", en una producción renovada que, bajo el mando de Thomas Leroy (Vincent Cassel), requiere la capacidad de una intérprete que pueda concretar el rol tanto del cisne blanco, como el del cisne negro. Este lado oscuro del personaje ejecutado por la joven es el que no convence a Leroy y hace que Nina se sienta amenazada frente a otras de sus compañeras, Veronica (Ksenia Solo) y, en particular, Lily (Mila Kunis), con una experiencia de vida menos puritana que la de la protagonista, constantemente seguida por la sombra de su madre Erica (Barbara Hershey), quien vive su sueño frustrado de bailarina través de su hija. A partir de la efectiva asignación del papel, la transformación necesaria para la interpretación del cisne negro irá de la mano de una psicosis in crescendo cuyo paralelo puede asociarse al de la desplazada estrella del ballet de Leroy, Beth MacIntyre (Winona Ryder).

Es posible preguntarse, con tanto Tchaikovsky y bailarinas, cómo puede resultar una película que pone su énfasis más en la teoría que en el romanticismo. El lado romántico del film es claro, pero pertenece más a la éstetica de la obra, sus contornos, sus formas, que al contenido que pretende evidenciar. Esto es lógico si se tiene en cuenta que la gran lucha de la protagonista es su intento de escapar de la técnica y la perfección que la tiene aprisionada: cuando se despertase el Sturm und Drang del baile, allí se habría alcanzado el descontrol imprescindible para la caracterización del cisne negro. Si queremos sumergirnos en los aspectos psicológicos de la trama -que, a decir verdad, lo son todos-, podemos hablar de una falla en la simbolización del personaje de Portman, propio de la psicosis. Nina no halla una asiento para dar el salto que le permitiría concebir la perfección desde otra óptica distinta a la del control. Esa búsqueda -por supuesto, estéril- hará que Nina oscile entre la sujeción a una castidad en todos los rincones de su existencia y una hybris que pone en riesgo su carrera y la vida propia y de terceros.
Esta obra ha sido también debatida en base a su propuesta visual impactante en relación con los padecimientos físicos explícitos y ciertas escenas de erotismo (más bien leve). Hay un público que no soporta esta modalidad, aun cuando en otras películas, bélicas y de terror, la sangre se vierte como de un sifón de soda. Debe aclararse, en defensa de El cisne negro, que el uso de la cámara por parte de Aronofsky no carece del todo de sentido. Más aun, los planos cortos no son sólo de heridas, sino también de partes del cuerpo u objetos relacionados con él que dan lugar a metáforas (los pies y la flexión, esto es, la transformación entendida como torsión) y a expresiones de las actitudes propias de los psicóticos. En efecto, el relato es propuesto hacia el espectador como una historia en primera persona y tales parcialidades corporales las podemos comprobar nosotros mismos, como yo, que veo de soslayo mis manos escribiendo en el teclado el reflejo de mi rostro en la ventana tras el monitor.
Explicitada esta cuestión, queda la duda si estos aspectos viscerales van en detrimento de una obra que desarrolla aspectos de la psicosis con una claridad hasta por momentos ligeramente exagerada (aunque se sabe que la exageración es un recurso del arte). No hay demasiadas sutilezas ni misterios que desentrañar y sin embargo novedosos motivos de la pintura siguen apareciendo. Esta relación diáfana entre forma y contenido que abriría la película a un mayor espectro de público puede ser considerada una virtud, ya que no es necesario que la oscuridad sea una característica del buen arte (aunque sea consumida como caviar beluga). No obstante, tiene dos contrapesos "naturales": las escenas "fuertes", que espantan a algunos, y la ineludible necesidad de poseer un mínimo background intelectual. Es poco importante cómo conectemos el sentido de la sucesión de hechos, pero es imprescindible que se le encuentre algún vínculo, sea el de la psicosis o cualquier otro ficticio, mediocre o pergeniado por nuestro gusto y humor del día.
Entonces ¿Black Swan para todos? Negativo. Por eso el gusto amargo de la desazón de que este film oscile entre la divulgación y lo exclusivo. De todas maneras, el goce de la música y del arte se hace presente en el film de Aronofsky, quien quiso complacer a Dios y al Diablo. Y debemos reconocer que complaciendo al Diablo, jamás puede dejar de darnos una buena dosis de lo que en el fondo nos encanta.

Hernán A. Manzi Leites