sábado, 20 de diciembre de 2008

EL RASTRO

(Puntaje: 6)


Australia y Argentina solían ser objeto de comparación a principios del siglo XX por ser países con larga historia precolombina, jóvenes en su reciente independencia de potencias (Reino Unido y España) y con un vasto vasto territorio de ruda naturaleza. Si estas palabras logran acercarnos un poco más a esta obra de Rolf de Heer, bienvenidas sean entonces. Sin embargo, esto es un intento de salvar ciertas distancias que lamentablemente desde nuestras butacas porteñas no podemos recorrer.


El argumento versa sobre un grupo de cuatro hombres, "El Fanático" (Gary Sweet), "El Seguidor" (Damon Gameau) , "El Veterano" (Grant Page) y el "Rastreador" (David Gulpilil). Este último, aborigen australiano, conduce, guiándose por los signos de la salvaje naturaleza, al grupo de blancos que persiguen a un indígena acusado de asesinar a una mujer blanca. El Fanático, líder de la expedición, no tardará en demostrar su sadismo respecto al rastreador y a los autóctonos en general, y el director Rolf de Heer se place en extender su maldad hacia la humanidad entera. El relato es simple, y, naturalmente, cruel. El paisaje, con acierto, predomina en la trama como un personaje más. La dureza de la historia (ambientado en 1922) repercutirá indudablemente en el espectador.



Ahora bien, de esta obra bien llevada a cabo por un pequeño equipo técnico, el aspecto musical (son todas canciones compuestas por Graham Tardif e interpretadas por Archie Roach), aparentemente original, desliza cierta literalidad en sus letras que, en combinación con el ya explícito relato, que empañan grandes méritos en la parte técnica (la fotografía y la dirección de arte son óptimas). Porque Rolf de Heer pretende contar una historia ("la" historia de Australia, podríamos decir), la de cómo no hay Australia sin sus aborígenes y cómo perfectamente el blanco puede rehacer la historia eliminando al autóctono pero sin que esa historia pueda ser, enteramente, eliminada, como una marca que permanece en cada página de los libros. Por eso De Heer utiliza "pinturas rupestres" -contemporáneamente realizadas por Peter Coad- en algunas escenas para destacar que la historia queda impresa por los pequeños actos de los hombres o, mejor dicho, que ciertos pequeños actos pueden transformarse en "grandes historias" en el sentido romántico del término. Ah, sí, por supuesto, De Heer es un romántico.


Sin embargo, este filme no alcanza a ser lo suficientemente "representativo". Quizá porque lo es demasiado para quienes conocemos las atrocidades que el hombre blanco (y yo soy hombre blanco) ha efectuado contra el indígena y esta película vendría a ser "una más". Hay que admitir esa posibilidad -no podemos atribuírselo todo a la obviedad de las canciones... y ya que estamos, a su poca originalidad musical-, pero creo que la razón es que la película es australiana y no argentina. La universalización de la situación de penuria de los aborígenes es acertada, pero el filme, en tanto manifestación de un espíritu determinado, no nos corresponde. De algún modo, la miramos desde fuera y toca solamente el humanismo que, al decir de Hume, todos tenemos que poder encontrar en nuestro interior. Podemos recordar Catamarca, Tucumán, Salta, Jujuy con los paisajes de El rastro pero no es una obra que haya sido pensada para esos sitios sino para otro, comparable aunque netamente distinto. La intencionalidad del autor probablemente, haya hecho mella en sus compatriotas. En nosotros, despierta el dolor y la impotencia. Empero, no nos hace retornar sobre nuestro imaginario histórico. Australia está lejos, muy lejos.


De todos modos, la película alcanza requisitos que otros filme no llegan a saciar en absoluto. Y por lo menos se digna en utilizar una crueldad que por explícita no desborda el morbo y el gore sino que evoca la realidad con firmeza. Las actuaciones son también estupendas y el guión bien estructurado. Y los paisajes son para ver en la pantalla grande. Ahora, si se pretende que este filme despierte "sensación" o, incluso, "escándalo", no podrá hacerlo. La historia la crean los hombres y los hombres -históricamente determinados- son quienes han de relatarla.



Hernán A. Manzi Leites














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